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martes, 20 de diciembre de 2011

In memoriam avi

Se oyen villancicos por las calles. Se retransmiten anuncios por TV. Se admiran pomposos adornos algunos, y otros más cutres, por las calles de esta humilde ciudad. Comienza la época del año en la que muchos ganan materiales carentes de valor, y otros pierden personas rebosantes de carisma. Y no sólo carisma, si no también que derrochan (derrochaban, por desgracia) generosidad, amor, bienestar, humor frente a las adversidades que esta puta vida les presenta a diario. Estoy hablando, señores, de la gente como mi abuelo. Gente a la que el anterior listado de características se les queda minúsculo. Gracias a Dios (o a quien coño sea), no es el único en este mundo con tan envidiables características, pero a mi los demás me dan igual. Pueden morir de cáncer, de hambre, de un balazo en la sien o cortándose con un folio. Pero a mí sólo me importa (como a cualquiera) los míos. Mis familiares. Mis queridos. Mis allegados. 

Porque, ¿a quién demonios le importa si el hijo del vecino, en un piso de 7 plantas y cuatro letras, ha fallecido? Podía ser una gran persona, pero no era tu gran persona. Y para mí, mi gran persona hasta aquella triste fecha para mí, pero grandiosa y solemne para otros, el día de Navidad (25.12), acompañada por una larga y agoniosa noche del 24 de Diciembre, todo esto en 2010, en la sala de espera (o más bien de desespera, de desesperación), era (y será en mis memorias hasta el fin de mis días) mi abuelo. Y nunca, por los siglos de los siglos, dejaré de recordarlo como la mejor persona que puede, pudo y podrá existir sobre la faz de la Tierra, sobre la faz de mi Tierra. En mi ámbito familiar, y perdón si alguien se llega a sentir ofendido por lo siguiente, era mi preferido, una estrella, el ejemplo a seguir que toda persona debería. No digo que fuera perfecto, nadie lo es, pero era, a mi parecer, la personificación de la perfección, de los buenos modales y del saber estar. Sobra decir que su nivel de cultura y responsabilidad propia eran fastuosos. Sabía cocinar, a su pesar, dado que no le ilusionaba mucho la cocina, y su auto-opinión era que era un "desastre en la cocina" (palabras textuales). Me enseñó a leer antes que el sistema educativo de nuestro decadente Estado. Me inculcó una base de conocimientos que ya les gustaría tener a cualquiera de "Sálvame". Me enseñó modales, a dejar pasar en aquella puerta acristalada y pesada de estilo ochentero, a las ancianas y ancianos del edificio de aquella Avenida que el tanto criticaba. También es cierto que intentó enseñarme a estudiar de forma correcta, pero, hey, de eso se encargan los padres, que para eso están (y para más). Cocinó, incluso me atrevería a decir que aprendió, nuevas recetas que cada vez que las probaba asombraban a mi paladar. Me cuidó, mucho no, muchísimo, más de lo que posiblemente podría merecer. Y siempre me quiso, eso nunca lo pondré en duda. 

Por todo esto, y por mucho más que seguramente me falte incluir aquí, en esta humilde carta, escrita por este humilde nieto, Don Felipe Ruiz Hernández, NUNCA TE OLVIDARÉ.

R.I.P.
In memoriam avi.

Tu nieto,
                                                                                                                   David L.

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