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viernes, 18 de noviembre de 2011

No importa el "qué dirán"

      Siempre me fascinó la increíble e inalterable capacidad que tienen los anglosajones para ponerse en ridículo y quedar tan campantes.

      En cambio, a los hispanos en general, pero sobre todo a los españoles, nos horroriza hacer el ridículo. Tenemos el orgullo en carne viva, y una conciencia tan aguda y enfermiza de nuestra apariencia, de lo que los otros pensarán sobre nosotros y de qué dirán, que preferimos pecar de mudos, paralíticos y eslamiados de solemnidad. Es decir, preferimos la pasividad total antes que hacer nada que pueda acabar siendo risible. Y así, mientras que en los Estados Juntitos, por ejemplo, los niños aprenden a hablar en público en las escuelas, y los adultos gozan organizando ceremonias, declaraciones y pequeños espectáculos personales en bodas, banquetes y bautizos, nosotros, por lo general, no abrimos la boca ante una audiencia ni aunque nos metan un palo por el culo. Por no hablar de bailar, o actuar, o hacer el ganso. En España, las personas serias no pueden hacer eso.

      El agudo lord Byron sostenía que la larguísima decadencia comenzó con el Quijote, y que la obra de Cervantes, que era nuestro icono cultural nacional, nos había hecho un daño terrible al enseñarnos que atreverse a soñar, a perseguir las propias quimeras y a ser distinto sólo conducía al más espantoso y patético de los ridículos. De ahí nuestro orgullo sangrante e hipersensible, nuestro miedo a la mofa tan extremado.

      Este pensamiento era una "boutade" de Byron, desde luego, pero una "boutade" enormemente sabia. Porque es cierto que los españoles estamos atrapados e inmovilizados por un sentido del ridículo desproporcionado y patológico. Y porque también es verdad que la historia se mueve con el impulso loco de los soñadores, de los iluminados, de los extravagantes que no temen poner el mundo por montera a la hora de perseguir sus ideales.

      A ninguno le gusta que se rían de él, pero la mayoría de los países ponen el miedo al ridículo en su justo lugar, no es algo paralizador ni aniquilante. Y algunos hacen alarde de ese arranque extravagante, de la rareza visionaria, aunque absurda... No les fue nada mal cultivando la originalidad, porque ya es bastante difícil cambiar las rutinas del mundo como para detener tu empeño solamente por el miedo a las risas de los demás. 

      Nosotros, mientras tanto, seguimos sentaditos y quietos en un rincón, no vaya a ser que alguien nos mire. Es posible que así no hagamos el ridículo, pero lo que es totalmente seguro es que no haremos nada. 


                                                                                                                                                       David L.

El azar, modificador directo de nuestras vidas

      De vez en cuando hay alguien que cuenta: "Y eso me cambió la vida". Encontrar la persona con la que se casó. O ganar mucho dinero en la lotería. O asistir a un sermón. O salvar la vida en un accidente gravísimo.

      Casi siempre, en la aparición de lo que consideramos tan decisivo, está la presencia del azar. ¿No es por una concatenación de casualidades por lo que conocemos a nuestra pareja? Piensen en si aquel día no fuesen a aquel lugar en el momento preciso en el que se encontraron con él o con ella. Si, acudiendo a una cita, poco a poco, con tiempo, no pasasen frente a una administración de lotería; si no fuesen a aquel funeral y no escuchasen aquel sermón; si el coche volcase hacia el otro lado...

      El azar modifica nuestra vida. Algunos dicen: "Estaba escrito". Creen en la fatalidad, que es mucho más triste. También los hay que opinan: "El hombre propone y Dios dispone". ¿Qué quieren que les diga? Si hoy me propuse presentarme a un examen sin estudiar, ¿Dios dispone que al profesor le dé un cólico y no pueda venir al instituto?

      Pido excusas por no creer en el destino ni en la milagrosa providencia. El azar, capaz de cambiar nuestra vida, que actúa cada día, en pequeños hechos que no valoramos, pero que van sumando, me parece más apasionante. Sí, hay sucesos imprevisibles que revolucionan nuestra vida. Me gustaría explicarles una historia absolutamente cierta que me impresionó.

      Una niña, de Val de Oise, marcó el nº 18, que es el teléfono de los bomberos franceses. Les manifestó que su madre no se encontraba bien, que había tomado unas pastillas... y que estaba dormida en el sofá. La madre se salvó. Si la niña estuviese jugando en la casa del vecino; si... (etcétera). La vida de esa mujer, creo, quedará revolucionada. Con una imprevisible y profunda revolución interior.


                                                                                                                                                       David L.